Somos criaturas de hábitos y, como tal, nos puede costar soltar y hacer cambios a nuestra vida. Por ello, es común que se hable de estar atrapados en «zonas de confort» que en realidad no lo son, porque nos lastiman y hacen sentir oprimidos. Preferimos la seguridad de lo conocido, aunque no sea lo mejor para nosotros, que atrevernos a experimentar o recibir algo diferente y novedoso.
Es terrible observar a las personas que más queremos -y a nosotros mismos – sentirse atrapados en un empleo que no les satisface, una amistad que hace tiempo dejó de ser recíproca o una relación que se ha vuelto tóxica. Preferimos quedarnos estáticos, esperando que el cambio llegue mágicamente del exterior, a ser los que decidimos cambiar y tomar el riesgo… pues, en definitiva, es más fácil vernos como víctimas que afrontar la responsabilidad de romper con lo que nos hace daño.
Cuando esperamos que el mundo de afuera cambie, los días se vuelven semanas; las semanas, meses y los meses, años. Creemos que, si esperamos un poco más, si tan solo somos capaces de aguantar, eventualmente habrá una reacción favorable. Sin embargo, eso rara vez sucede. Así que nos toca a nosotros dar el paso para romper con lo que nos hace daño.
En algunas filosofías, se habla del apego como el origen del sufrimiento; es en el momento en que nos resistimos a soltar que comienza a doler. Aferrarnos nos lleva a estancarnos y bloquearnos. La decisión de permitirnos fluir no es la más fácil, conlleva un gran número de riesgos, pero sí es la que nos puede llevar a un lugar mejor.
No digo que debemos tirar la toalla ante la mínima dificultad, ni que debemos huir de los conflictos. No obstante, si las situaciones que nos lastiman se vuelven repetitivas y solucionarlas ya no está en nuestras manos, es momento de soltar y seguir adelante para permitir que la vida nos ponga nuevas bendiciones en nuestro camino.
¿Estás de acuerdo?
