La vida es complicada; no llegamos a ella con un manual de instrucciones que nos permita evitar equivocarnos. Todo lo contrario: aprendemos a través de la prueba y el error, explorando límites y comportamientos hasta que alcanzamos una identidad propia basada en un código de honor que orienta nuestras acciones, palabras e, incluso, pensamientos.
Por ello es normal haber estado en ambos lados: hemos sido lastimados pero también hemos sido responsables por ocasionar dolor a otros aun cuando no era nuestra intención. De eso se trata la vida, de aprender a través de la experiencia para no volver a tropezar con la misma piedra.
A pesar de ello, en ocasiones el daño que sentimos fue tal que nos aferramos, cayendo incluso en culpar a la persona de cosas que van más allá de las consecuencias directas de sus acciones. Nos rebelamos contra nuestra propia responsabilidad en lo acontecido y creemos, erróneamente, que el no perdonar es un castigo para ellos.
Con el tiempo, el no perdonar va generando patrones reactivos de comportamiento que pueden llevarnos a la desconfianza, la tristeza y sentimientos de frustración que no nos dejan estar tranquilos… porque el no perdonar nos ata a nosotros mismos mucho más que a las personas externas.
Parte de ser empáticos es aprender a soltar, a aceptar nuestra responsabilidad donde la hubo y seguir adelante sin resentimientos para ser realmente libres. Perdonar a los demás es recuperar nuestro poder y la libertad de nuestro corazón.
No significa ir hacia la persona que nos agravió e informarle de nuestro perdón, sino hacer un viaje de introspección que nos otorgue la certeza de haber soltado y dejado atrás lo que en algún momento nos dolía, sacando lo viejo para dar entrada a lo nuevo y, sobre todo, lo mejor.